Luego de ir y venir por tantos lugares, de desandar el
recorrido una y otra vez mil veces, ahí estaba tal cual lo había visto la
última vez cuando se escapó.
Casi que me animo a preguntarle si era él por temor a
llevarme algo ajeno. Estaba jugando con el agua del bebedero, en la plaza de mi
viejo colegio.
Había quedado por el piso hace un tiempo y se ve que,
aburrido, decidió echarse a andar y rehacer su vida.
Yo seguí con la mía, a otro pulso obviamente,
sintiendo terriblemente su ausencia al principio y luego agradecida de que
hubiera seguido su camino.
En ese lapso me cambió el carácter. Me sentí
invulnerable, omnipotente e inmensamente vacía a la vez.
Hacía carrera en la facultad, ganándome el cariño de
algunos compañeros y la antipatía de otros. Eso no me generaba absolutamente
nada, puesto que habían pasado a ser poco menos relevantes que la limpieza del
banco en el que habitualmente trabajaba.
Tampoco estaba al tanto de la familia y mis amigos.
Desconecté el teléfono al primer llamado inquisidor, con la parsimonia con la
que suelo acariciar al perro. Más por evitar el desvelo que por brindarle
cariño. ¿Cariño? Tenía recuerdo de algo similar. Una sensación vaga, un pequeño
destello nomás.
Definitivamente los sentimientos se los había llevado
aquel que, ahora, estaba sentado en la hamaca, conmovido al ver un par de
gemelos jugando en el subibaja.
Decidí no preguntar y, tomándolo con la guardia baja,
lo encarcelé inmediatamente donde solía estar.
Juré nunca más sentirme tan triste como para perderlo de nuevo.
Prometí darle debida atención a sus inquietudes, a su
parecer.
Al fin de cuentas es mi único corazón.
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