24 may 2012

Perdido



Luego de ir y venir por tantos lugares, de desandar el recorrido una y otra vez mil veces, ahí estaba tal cual lo había visto la última vez cuando se escapó.

Casi que me animo a preguntarle si era él por temor a llevarme algo ajeno. Estaba jugando con el agua del bebedero, en la plaza de mi viejo colegio.
Había quedado por el piso hace un tiempo y se ve que, aburrido, decidió echarse a andar y rehacer su vida.
Yo seguí con la mía, a otro pulso obviamente, sintiendo terriblemente su ausencia al principio y luego agradecida de que hubiera seguido su camino.

En ese lapso me cambió el carácter. Me sentí invulnerable, omnipotente e inmensamente vacía a la vez.
Hacía carrera en la facultad, ganándome el cariño de algunos compañeros y la antipatía de otros. Eso no me generaba absolutamente nada, puesto que habían pasado a ser poco menos relevantes que la limpieza del banco en el que habitualmente trabajaba.

Tampoco estaba al tanto de la familia y mis amigos. Desconecté el teléfono al primer llamado inquisidor, con la parsimonia con la que suelo acariciar al perro. Más por evitar el desvelo que por brindarle cariño. ¿Cariño? Tenía recuerdo de algo similar. Una sensación vaga, un pequeño destello nomás.

Definitivamente los sentimientos se los había llevado aquel que, ahora, estaba sentado en la hamaca, conmovido al ver un par de gemelos jugando en el subibaja.

Decidí no preguntar y, tomándolo con la guardia baja, lo encarcelé inmediatamente donde solía estar.
Juré nunca más sentirme tan triste como para perderlo de nuevo.
Prometí darle debida atención a sus inquietudes, a su parecer.

Al fin de cuentas es mi único corazón.

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