27 jun 2012

Viaje


Ella iba pensando en mil cosas a la vez, como solia hacer todas las mañanas que se sentaba tras el volante camino al laburo. Dinero y familia eran los temas ganadores de la lotería de pensamientos en ese viaje.
De fondo se escuchaba a la Negra Vernacci puteando a alguien. Cuando no pensaba en nada, la Negra podía lograr que la congestión diaria de la autopista Ricchieri sea mas amena. Pero ese día, el insulto sólo entraba de relleno.
Pasó la peor parte y entró en la zona rural. De esta forma se evitaba un par de peajes y podía pisar un poco más el auto.
De setenta a ochenta. De ochenta a ciento diez. Conocía cada centímetro de esa ruta, la había recorrido todos los días durante ya seis años. Sabía donde estaba cada bache o desnivel y hasta cuando debía bajar un poco la velocidad por radares que controlaban.
Lo que no sabía era que la noche anterior, el chofer del 51 Ramal Temperley, había decidido pasarla de largo sin dormir. En consecuencia, en uno de sus cabezazos, mordió la banquina estando a escasos metros de su auto.
En un intento desesperado por no arremeter contra el monstruo y sus cincuenta pasajeros, giró el volante hasta quedar a centímetros de un árbol que amenazaba con comérsela en vida.
Lo único que logró sacarla del shock fue el estruendo del colectivo revolcándose entre la maleza. Primera fila para ese espectáculo de terror.
Apenas se detuvo el derrumbe, salió ejectada de su auto para asistir a los pasajeros, aunque no tenía la menor idea sobre primeros auxilios. Pero ya no se sentía vida en el aire. A pesar de estar cerca de la ruta, sintió un silencio que en su vida había percibido. Un silencio desgarrador.
Pasaron segundos que parecieron horas. Finalmente, una señora que había frenado  detrás de ella, rompió el silencio con un grito que le penetró hasta los huesos.

Pasaron varios meses y hasta casi un año para que ella se pueda recuperar de este episodio. La noticia la siguió por doquier y estaba en boca de todos.
Pero como toda noticia, se fue viendo opacada por otras más frescas. Cada tanto mencionaban el tema, pero ya era mas soportable.
Su vida siguió y también la vida de los que la rodeaban. “Hay que moverse que sino te pisan” le recordaban constantemente.

Una mañana de invierno en otoño, su auto se declaró en huelga. El frío que le congelaba las arterias también hacía estragos en los motores.
Decidió que no iba a seguir luchando contra esa antigüedad. Además lo último que quería era llegar tarde y tener que quedarse haciendo horas extra. Buscó sus auriculares en la mochila y emprendió caminata hacia la parada.
Terminaba  el programa de Pettinato para dar paso al próximo cuando vió acercarse el colectivo. Cedió el paso a una señora que ocupó el ultimo asiento disponible. “Mala suerte” pensó.
Durante sus años de estudiante, había desarrollado una cierta habilidad para dormir de pie, por lo que se sostuvo del pasamano, reposó la cabeza en su brazo y cerró los ojos.
No habían pasado mas de veinte minutos cuando se despertó por una carcajada estrepitosa de la Negra que sonaba por los auriculares.
Miró por la ventana y se alegró al saber que ya habían pasado la peor parte y estaban entrando en la zona rural.
Alegría que le duró hasta sentir al bondi morder la banquina.






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